EN
Aesthetics? Every time I hear the word, I can’t help but remember Ernesto Castro’s story about a man from his neighborhood—addicted to cocaine but with a brilliant memory—who one morning asked him what he was studying. Ernesto replied: “Aesthetics.”
The man, very excited, exclaimed: “Of course! Those are the ones who put in boobs.”
Ernesto, unsure how to respond without disappointing him, asked himself: “If aesthetics isn’t about boobs, then what is it about?”
And I think this question serves as a starting point for me to understand how my generation uses this word. A generation shaped by the latest trends dictated by social media algorithms or the popularization of certain internet content, where aesthetic seems to be nothing more than a synonym for beautiful.
Why does it bother me that people think aesthetics and beauty are synonyms? When I first asked myself what is aesthetics?, I came across a definition that a professor once gave me: “Aesthetics is nothing more than the way things are presented.” And while this definition may be ambiguous (since aesthetics itself is a metaphysical discipline), it opened the door for me to understand how aesthetics is categorized: the sublime, the ugly, the tragic, the grotesque, and the beautiful. Like a simple grocery list trying to simplify something as complex as taste, which can be understood as a sense of pleasure.
Every time I compose an image, every time I put a camera in front of my eyes—even the camera I choose—I’m making decisions about how I want to present an idea, a concept, or simply how I want to spit out what I have inside me.
But my aesthetic interests have always been tied to everything I have lived—or failed to live. I find immense fascination in the sinister, in the hidden things that might signal danger. Why? I always walked through dirty streets, thinking about how to get out of them, but I never wanted to venture too deep for fear of getting even more lost once I found something.
My grandfather was a full-fledged Freemason. His fascination with Mozart and all the hidden symbols in his music shaped my childhood. I grew up surrounded by Masonic symbols, accompanied by warnings about all the terrible things that could happen if I explored the world too much. Maybe that’s why, as soon as I became “self-sufficient,” the first thing I did was dive headfirst into everything I was told not to.
Capitalism has sold us a false idea of beauty: the more expensive, the more ostentatious, the more beautiful. From bodies to the spaces we inhabit. Because of this idea of beauty, I’ve detested the space I live in for as long as I can remember, because it doesn’t fit that perfect, flawless image. But I finally accept that it has been fundamental in shaping my perception of the world—what I find unpleasant, pleasant, or simply part of my everyday life.
My surroundings have shaped my gaze, molding what brings me satisfaction and pleasure (taste), even in things that supposedly shouldn’t. Why do we find pleasure in witnessing tragedies from a safe distance? Like in those shipwreck or horror movies.
Why don’t I feel repulsion toward things that, by social contract, people find disgusting? Since I was a teenager, dirt and misery have been part of my daily life, always accompanied by the hope of better days. I discovered sexuality at a very young age and developed a fascination with fluids, with everything that, from a Catholic perspective, I was told was wrong. But the more I was told to stay away, the more satisfaction I found in indulging.
I ended up trapped in a cycle, like an addict chasing “snow.” Every week, I revel in sin like no one else—an obsessive, sick compulsion that has led me to places I now only wish to forget.
ES
¿Estética? Cada vez que escucho la palabra, no puedo evitar recordar la historia de Ernesto Castro sobre aquel hombre de su barrio, adicto a la cocaína pero con una memoria brillante, que una mañana le preguntó qué estaba estudiando. Ernesto respondió: “Estética”.
El hombre, muy entusiasmado, exclamó: “¡Claro! Esos son los que ponen tetas”.
Ernesto, sin saber qué responder para no decepcionarlo, se preguntó a sí mismo: “Si la estética no trata de las tetas, ¿de qué trata?”
Y creo que esta pregunta me sirve como punto de partida para entender el uso que le da mi generación a esta palabra. Una generación atravesada por las últimas tendencias del algoritmo en las redes sociales o la popularización de ciertos contenidos de internet, donde estético parece ser simplemente un sinónimo de bonito.
¿Por qué me molesta que la gente piense que la estética y lo hermoso son sinónimos? Cuando empecé a preguntarme ¿qué es la estética?, me encontré con una definición que algún profesor en la universidad me dio: “La estética no es más que la forma en que se presentan las cosas”. Y aunque puede ser ambigua (la misma disciplina estética es metafísica), esta idea me abrió las puertas para entender las categorías con las que se clasifica lo estético: lo sublime, lo feo, lo trágico, lo grotesco y lo hermoso. Como si fueran una simple lista de supermercado que intenta simplificar algo tan complejo como el gusto, entendiendo este como un sentido de placer.
Cada vez que pienso una imagen, cada vez que pongo una cámara frente a mis ojos, incluso desde la cámara que elijo, tomo decisiones sobre cómo quiero presentar la idea o el concepto que quiero plasmar en la imagen. O, sencillamente, sobre cómo quiero escupir lo que tengo adentro.
Pero mis intereses estéticos siempre han estado ligados a todo lo que he vivido o dejado de vivir. Encuentro una enorme fascinación por lo siniestro, por aquello oculto que puede ser una señal de peligro. ¿Por qué? Siempre caminé por calles sucias mientras pensaba en cómo salir de ellas, pero nunca quise adentrarme demasiado porque tenía miedo de perderme aún más al encontrar algo.
Mi abuelo fue un masón en toda regla. Su fascinación por Mozart y los símbolos ocultos en su música marcó mi infancia. Mi infancia es un recuerdo de estar acompañado de un perro y estar rodeado de símbolos masónicos, escuchándo en todo momento advertencias sobre todo lo que me podría pasar si exploraba demasiado el mundo que me rodeaba. Tal vez por eso, lo primero que hice cuando me consideré “autosuficiente” fue meterme de lleno en aquello que me dijeron que no debía.
El capitalismo nos ha vendido una falsa idea de belleza: cuanto más costoso, más ostentoso, más bello. Desde los cuerpos hasta los espacios que habitamos. Creo que, por esta idea de lo bello, desde que tengo uso de razón he detestado el lugar donde vivo.
Pero por fin acepto que ha sido fundamental en la formación de mi mirada: en lo que encuentro desagradable, agradable o en lo que se ha convertido en parte de mi cotidianidad.
Mi entorno ha moldeado mi percepción del mundo. Ha condicionado lo que me causa satisfacción y placer (gusto), incluso en cosas que no deberían. ¿Por qué nos resulta placentero ver tragedias desde un lugar seguro? Como en esas películas de naufragios o de terror.
¿Por qué no siento repulsión por cosas que la gente, por contrato social, considera desagradables? Desde la adolescencia, la suciedad y la miseria han sido parte de mi cotidianidad, siempre acompañadas por la esperanza de días mejores. Descubrí la sexualidad a una edad muy temprana y siento fascinación por los fluidos, por todo lo que, desde un punto de vista católico, me dijeron que estaba mal. Pero cuanto más me decían que no lo hiciera, más satisfacción encontraba en hacerlo.
Terminé entrando en un bucle, como un adicto buscando “nieve”. Me regocijo cada semana pecando como nadie, en una obsesión enfermiza que me ha llevado a lugares que solo busco olvidar.